Hay mentiras peligrosas. Preparate para descubrirlas. Palabras, gestos y  posturas que revelan a un mentiroso. Nuevas técnicas científicas para  desenmascarar a los que mienten una vez cada diez minutos.
El “hombre del piano”, que apareció solo y mojado              en la costa británica, estaba en camino a convertirse en un              mito viviente. Imagínense: su misteriosa identidad mantuvo              en vilo a medio mundo, circularon toda clase de versiones  sobre su              biografía y, durante cuatro meses, ninguna se había              confirmado. Del mismo modo, ningún médico del Hospital              Psiquiátrico Medway, Gran Bretaña, acertó con              el diagnóstico: se dijo que era autista, que sufría              de estrés postraumático o cáncer de garganta.              Por el talento musical que se le atribuyó, fue comparado con               David Helfgott, el brillante pianista australiano que  –afectado              por un cuadro nervioso y recluido durante diez años en una              clínica psiquiátrica– inspiró el film Claroscuro.              Pero no era nada de eso. “El pianista”, como se lo conoció,              era trucho. Ni siquiera tocaba el piano (bueno, sí... pero              sólo una tecla). Se llama Andreas Grassi, es alemán              y engañó a policías, psiquiatras y periodistas.              Ahora bien, ¿cómo lo logró? “Callándose.              Todo diagnostico parte de la verbalización. El lenguaje  gestual,              si es neutro, no aporta nada, a menos que sea violento”,  explica              el psiquiatra Martín Abarrategui, miembro de la Academia de              Medicina Legal y Ciencias Forenses de la Argentina. “Si  hubiera              empezado a hablar –conjetura Abarrategui– corría              el riesgo de ser atrapado. Un paciente que enmudece, impide  un diagnóstico.”              E introduce un matiz: antes de decidir si Grassi es un  mentiroso o              un paciente psiquiátrico, hay que analizar qué beneficios              obtuvo. “Si se fingió mudo, ¿qué logró              a cambio? ¿Nada? Eso permitiría pensar en un neurótico              muy profundo, en un fronterizo con algún toque psicótico.              Si con el show logró beneficios prácticos, es un mentiroso.              Y me gustaría ser su socio”, bromea el psiquiatra.
La historia abrió otros frentes. Porque un fraude no  prospera              en solitario. El sistema de salud y los medios británicos  también              habían mentido, o fueron cómplices del engaño.              El pseudo pianista, con su silencio, dejó correr la bola de              nieve. Que creció cada vez más. Ahora, cuando la verdad              comenzó a ser parte del negocio, muchos la tratarán              de establecer. Pero, ¿dónde termina el fraude mediático              y comienza la fascinación por las historias “increíbles,              pero reales”. ¿Acaso al público le importa siempre              la verdad, o sólo la reclama cuando resulta directamente  afectado?              “Prevalece una sensación colectiva de anti climax ante              el engaño: no es el genio atormentado que la gente deseaba              que fuese” percibió, el día después de              develado el fraude, el periodista de la BBC, Tom Geoghegan.  Porque,              si bien nadie acepta que la prensa incorpore el engaño entre               sus prácticas habituales, la noticia a menudo es presentada              y consumida como una forma encubierta –y degradada– de              espectáculo. 
El mundo de la política es el terreno más fértil              para que la mentira florezca. Desde la falsa afirmación  según              la cual en Irak existían armas de destrucción masiva,              que alentó George W. Bush para facilitar la invasión              a ese país y fue apoyada tanto por los medios como por sus              países aliados, hasta las mentiras consensuadas que  entretienen,              como el horóscopo o los participantes de ciertos talk-shows.               Todo parece lo que no es. 
Mentime que me gusta
Si los dioses de todas las religiones consideran que la  mentira                es un pecado, por lo menos el 60% de las personas –entre  ellos,                muchos buenos creyentes– pecan por lo menos una vez cada  diez                minutos durante una charla. A esa conclusión llegó                Robert S. Feldman, psicólogo de la Universidad de  Massachusetts                (EE.UU.) En el 2002, instaló una cámara oculta en                un cuarto donde los estudiantes hablaron con un extraño.                Contó las mentiras y desenterró tres datos: las mujeres                y los hombres mintieron por igual; ellas fueron más  propensas                a mentir para hacer que el extraño se sintiera mejor y los                 hombres mintieron más seguido para mostrarse mejor a sí                mismos.
Las mentiras son funcionales a diversas estrategias de  supervivencia.                Pueden ser piadosas si se le oculta una mala noticia a un  moribundo.                Se pueden utilizar para sacar ventaja, en el caso de un  enamorado                que miente en plan de conquista. Pueden servir para armar  una coartada,                si es un delincuente. También pueden ser adaptativas.  “Mentir                hace que ciertas personas sean menos infelices,  librándolos                de un sufrimiento innecesario: si la situación no se puede                 cambiar y conocerla no ayuda, no saber puede ser útil”,                explica el psicólogo Luis Muiño.
Hay mentiras piadosas de orden contractual. Cuando, por  ejemplo,                el jefe le asegura a su empleado: “Me gustaría darle                el aumento, pero ahora la empresa no puede afrontarlo”, el                 jefe sabe que la relación laboral lo habilita a omitir por                 qué no le pagará más aunque la compañía                pueda hacerlo. 
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Mentime que me gusta
Si los dioses de todas las religiones consideran que la  mentira                es un pecado, por lo menos el 60% de las personas –entre  ellos,                muchos buenos creyentes– pecan por lo menos una vez cada  diez                minutos durante una charla. A esa conclusión llegó                Robert S. Feldman, psicólogo de la Universidad de  Massachusetts                (EE.UU.) En el 2002, instaló una cámara oculta en                un cuarto donde los estudiantes hablaron con un extraño.                Contó las mentiras y desenterró tres datos: las mujeres                y los hombres mintieron por igual; ellas fueron más  propensas                a mentir para hacer que el extraño se sintiera mejor y los                 hombres mintieron más seguido para mostrarse mejor a sí                mismos.
Las mentiras son funcionales a diversas estrategias de  supervivencia.                Pueden ser piadosas si se le oculta una mala noticia a un  moribundo.                Se pueden utilizar para sacar ventaja, en el caso de un  enamorado                que miente en plan de conquista. Pueden servir para armar  una coartada,                si es un delincuente. También pueden ser adaptativas.  “Mentir                hace que ciertas personas sean menos infelices,  librándolos                de un sufrimiento innecesario: si la situación no se puede                 cambiar y conocerla no ayuda, no saber puede ser útil”,                explica el psicólogo Luis Muiño.
Hay mentiras piadosas de orden contractual. Cuando, por  ejemplo,                el jefe le asegura a su empleado: “Me gustaría darle                el aumento, pero ahora la empresa no puede afrontarlo”, el                 jefe sabe que la relación laboral lo habilita a omitir por                 qué no le pagará más aunque la compañía                pueda hacerlo.
Neurología del engaño
“Según San Agustín, la verdad naturalmente se                impone. Para mentir es necesario primero inhibir la  verdad. Estudios                con neuroimágenes funcionales han mostrado que, cuando se                miente, se activan áreas cerebrales, tales como el cíngulo                 y la corteza órbitofrontal, que participan en procesos  inhibitorios”,                explica el neurólogo Ramón Leiguarda, director de                la Fundación para la Lucha contra las Enfermedades  Neurológicas                de la Infancia (FLENI).
Todos, en mayor o menor medida, mentimos y somos buenos  haciéndolo.                Por eso el engaño es difícil de detectar. Por cierto,                la mentira está mucho más integrada de lo que se cree                en nuestra vida diaria. “La falta de habilidad para decir                una mentira es anormal”, sorprende el neurólogo Facundo                Manes, director del Instituto de Neurología Cognitiva de                Buenos Aires. “Algunos pacientes autistas son conocidos  por                decir siempre la verdad. La razón de este hecho parece  relacionada                con el déficit en Teoría de la Mente que tienen estos                individuos”. ¿Qué es la Teoría de la                Mente? Se le llama así a la capacidad de entender que  otras                personas tienen sus propios pensamientos, creencias,  sentimientos                o puntos de vista, y se localiza, según las últimas                investigaciones, en el lóbulo frontal del cerebro.
“Uno nunca termina de conocer a la gente”, nos resignamos                ante un embustero inesperado. Ciertamente, no existe un  sistema                perfecto para detectar mentiras.
Pero la ciencia trabaja para afinar la puntería y algunas                herramientas aumentan las probabilidades de acierto.  Investigadores                del Departamento de Psicología de la Universidad de  Harvard                (EE.UU.) y de la Universidad de Hong Kong, por ejemplo,  acaban de                realizar varios estudios con imágenes semejantes a  tomografías                computadas que permiten observar cambios en el cerebro  cuando una                persona miente. ¿Qué sugieren estas investigaciones?                Que se activan áreas cerebrales diferentes cuando una  persona                miente y cuando dice la verdad. “Se cree que el proceso de                 mentir activaría áreas frontales que intervienen en                las funciones ejecutivas (como planificar) y áreas del  sistema                límbico que juegan un rol crítico en los procesos                emocionales”, indica Manes. ¿Se podrá algún                día resolver un caso de infidelidad con una resonancia  magnética?                Quién sabe. Manes sugiere cautela: “Estamos lejos de                conocer un patrón de activación específico                durante la mentira. Estos estudios están bien diseñados,                pero todavía es prematuro para sacar conclusiones”.             
Por la boca muere el pez 
“El lenguaje eleva la mentira al máximo nivel de  perfección”,                afirma el psicólogo Marino Pérez Oviedo, de la Universidad                 de Oviedo, España. “Es el lenguaje –continúa-                lo que hace del ser humano el mentiroso más perfecto de la                 Creación”. Sus claro-oscuros, la sinuosidad y los márgenes                 de ambigüedad del hablante, puede enmascarar a un  mentiroso.                Pero, a veces, éste se traiciona, enredándose en su                trampa. “El hecho de que seamos seres del lenguaje –agrega                 la psicoanalista Kuky Mildiner–, conlleva un malentendido                implícito. No hay una verdad verdadera: lo importante es                saber cuál es la verdad en esa mentira que estás  diciendo”.
En los últimos años, la Psicología aprendió                mucho escrutando los mecanismos de la mentira. Un estudio  de Bella                De Paulo, de la Universidad de California, y Wendy Morris,  de la                Universidad de Virginia, expone los sutiles signos a  considerar                para detectar el engaño. Las psicológas observaron                que, contra lo que se cree, el mentiroso no está más                nervioso o menos relajado que otro que dice la verdad. 
Según el tipo de mentira, variarán los signos que                la dejen en evidencia. Por ejemplo, cuando la mentira es  planeada,                el embustero comienza a responder más rápido que el                testigo veraz. Si el mentiroso, en cambio, es tomado por  sorpresa,                le lleva más tiempo comenzar a responder. El fabulador es                más negativo, quejoso y menos colaborador: lo que dice  tiende                a sonar ambivalente y su discurso es menos lógico. El  relato                verdadero suele contener más detalles superfluos,  autocorrecciones                espontáneas y especulaciones acerca del estado mental de                otros.
El gesto delator
La psicóloga Maureen O´Sullivan, de la Universidad                de San Francisco, investigó por qué ciertas personas                son más aptas para detectar mentiras. Menos del 1% de los                14 mil individuos evaluados fueron más sagaces para captar                 el engaño. ¿Por qué? Fueron capaces de detectar                micro-expresiones faciales (de menos de un segundo de  duración)                y sutiles cambios en el rostro de quien miente (como la  dilatación                de las pupilas). Signos imperceptibles para la mayoría.  Según                O´Sullivan, las personas que detectan mentiras más                aptas tienen en común el haber tenido infancias difíciles.                 Tal vez, a causa de sus experiencias, estas personas  desarrollaron                una sensibilidad extra para detectar señales no verbales                valiosas.
Estos estudios son deudores del trabajo iniciado hace casi  cuarenta                años por Paul Ekman, un psicólogo de la Universidad                de California (EE.UU), pionero en observar las expresiones  no verbales                de la mentira. En los gestos, dice Ekman, es donde se  filtra la                mentira. Con esta premisa, se lanzó a recorrer los cinco                continentes para ver qué cara ponen las personas cuando  mienten.                “La intención es uno de mis criterios para distinguir                las mentiras de otro tipo de engaños”, definió                Ekman. Fotografió y filmó miles de rostros y con ellos                armó un catálogo de expresiones. ¿Qué                descubrió? Que las micro-expresiones translucen esa duda                que ensombrece la cara del embustero. Ekman aclara que las  expresiones                que congeló son sólo indicios. Es decir, un tipo de                sonrisa, aunque cumpla con las descripciones anatómicas  que                darían la pauta de una mentira inminente (cuando no se  forman                arrugas en los ojos tipo “patas de gallo” y sólo                se mueve la comisura de la boca, por ejemplo), no puede  ser prueba                exclusiva para emitir un veredicto; siempre es necesario  conocer                con cierta profundidad al sujeto.
En muchas culturas, llevarse la mano a la nariz es un  movimiento                asociado a la acción de mentir. Se puede relacionar con el                 hecho de que la nariz contiene tejidos eréctiles que se  engrosan                cuando mentimos, explica el investigador norteamericano  Alan Hirsch.
La naturaleza exhibe infinitas conductas que enseñan que                no sólo los humanos somos hábiles para el engaño.                Algunas aves ponen sus huevos en los nidos de otras para  que éstas                alimenten a sus crías; hay predadores que se camuflan con                el paisaje para desorientar a sus víctimas; y primates que                 copulan con las hembras ajenas y corren a colgarse de la  palmera                para escabullirse del macho burlado.
¿Son éstos engaños? “No en un sentido                humano, sí en un sentido biológico”, responde                Ricardo Ferrari, etólogo de la Universidad de La Plata.                “La mentira, como tal, sólo tiene sentido en el contexto                humano. En el resto, sólo son conductas que permiten  obtener                un beneficio; no existe el aspecto moral que nosotros le  damos”.
En algunos simios, con todo, se puede detectar una  conducta mentirosa                semejante a la humana. “El llamado mono verde, por  ejemplo,                hace señales específicas para indicar la presencia                de animales peligrosos. Pero a veces, cuando aparece  comida, el                que no tiene acceso a ella da una falsa señal, y cuando  todos                corren para esconderse, se queda con el botín”, cuenta                Ferrari.
Los psicólogos Richard Byrne y Nadia Corp, de la  Universidad                Saint Andrews, Escocia, hallaron que el tamaño del cortex                de la zona del cerebro dedicada a las funciones cognitivas  avanzadas                de esos monos puede indicar grados de engaño, y  concluyeron                que comparten con el Homo Sapiens la Teoría de la Mente.                Esta habilidad, que les permite engañar adrede, estaría                en el cráneo de los grandes monos desde hace 12 millones                de años. Por lo visto, es larga la historia de las  mentiras                en la humanidad. Pero, a medida que la ciencia avanza, sus  patas                son cada vez más cortas.
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El efecto pinocho
La  American                            Psychiatric Association elaboró una guía                            de referencia de expresiones verbales y no  verbales                            que desnudan la mentira. Para probar la  técnica,                            aprovecharon los videocasetes con las  declaraciones                            del ex presidente Bill Clinton cuando su  affaire con                            Monica Lewinsky tomó estado público. Tras                            testear las declaraciones falsas de Clinton,  los psiquiatras                            verificaron la efectividad de estos criterios.  Algunas                            de las acciones que suelen evidenciar cuándo                            alguien no dice la verdad son:
- El cuerpo se inclina más hacia adelante.
 
- Bebe  y traga más.
 
- Se toca más la cara.
 
- Evita cruzar la  mirada con otros.
 
- Disminuye el parpadeo.
 
- Aumentan la  cantidad de negaciones y de  errores                              en el discurso.
 
- Se incrementa el  tartamudeo en el habla.